martes, 15 de julio de 2025

El cielo de la selva de Elaine Vilar Madruga: cuando lo distópico está en todos los lugares

 

El cuerpo de una mujer es hallado en una zanja. Los brazos y piernas rotos. El cuerpo torturado y tirado en un lugar donde muchos pueden verlo. Aunque parece una espeluznante escena de una película de terror, es una noticia real, un suceso ocurrido en 2025 en una ciudad colombiana. Tal vez nos hubiésemos preguntado en qué mundo distópico estamos para que este tipo de cosas sucedan. En todo caso, lo lamentable está en que, esa escena, es la realidad en la que habitamos, en la que hemos normalizado los feminicidios, las torturas, los abusos.

Es justo la exposición a esa realidad en la que vivimos, en especial los latinoamericanos, la que nos hace encontrar en la literatura una forma de escapar. Tal vez, imaginando un mundo donde la selva sea una entidad asesina, donde el rojo de las noches —cuando ella tiene hambre de humanos— pueda ser la forma propicia para que la fantasía de la brutalidad flote a sus anchas.

El cielo de la selva de Elaine Vilar Madruga es una novela que representa ese terror: el que se encuentra en una zanja o en un cuerpo roto por el hambre; el terror de tener que matar a otro para salvarse, el terror con el que se tropieza una madre al sacrificar a un gato para que su hijo coma; el terror de la pobreza y lo que hacemos los humanos para sobrevivir… o simplemente para no sentirnos así. Un mundo aparentemente “distópico” que no es diferente de la realidad.

Elaine Vilar Madruga es una escritora cubana, una mujer de labios rojos y cabello ondulado, con acento caribeño contagiador. Es una de las representantes del terror en la literatura latinoamericana. Es una mujer profundamente crítica que da en el punto de mostrarnos aquello que sabemos que existe y que vemos todos los días en la cotidianidad, pero que nos negamos a aceptar, tal vez por un afán de pensar que esas cosas pertenecen a otros.

En la novela existen niños llenos de miedo, acurrucados en una habitación, deseando y rezando para que no venga por ellos la vieja —ese personaje que recorre la hacienda como mensajera de la muerte— durante la noche. Ellos crecen y la muerte, junto a ellos, también lo hace.

Esta “santa”, una mujer envejecida que sufre porque ya no la tocan. Su vida transcurre contando los días de sangrado y la forma en la que el tiempo ha pasado por su cuerpo. Ya no es importante, porque ya no puede parir y su Lázaro ya no lo mira, no la desea, no la acaricia.  

Existe una perra que antes fue mujer y que ahora, encerrada, ladra su propio dolor. Alguna vez fue hija y otra vez fue madre y, al mismo tiempo lo perdió todo. Una perra a la que le arrebatan lo que tiene y lo que le queda, incluso la memoria.

La vieja es una madre que llegó un día a un lugar en el que pensaba que podía morir, pero luego comprendió la dinámica de la hacienda —el cosmos atmosférico de la novela— e hizo parte de ella.

Ifigenia, una de las crías que la selva no ha tomado y que se alimenta del miedo de los niños. Se ha convertido en un ser invisible dentro de la hacienda con un destino diferente al de los otros, aunque marcado por la selva, la envidia y el rechazo.

Romina, aquella joven que ha usado su cuerpo para vivir, que ha sufrido hambre y violencia, abstinencia y delirio. Viene de un mundo lleno de “hermanas” y de un Cangrejo que la molía a golpes. Sus hermanas la siguen y la invitan a danzar en la selva, en la muerte.

En la novela también existe el hambre de los hijos, los muertos, las rayas de polvo blanco, la prostitución, los narcos, la sangre, la noche roja, las gallinas, los jabalíes, las sombras y, por supuesto, la selva: la selva como olvido y como cielo que lo cubre todo.




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