El cuerpo de una mujer es hallado en una zanja. Los brazos y piernas rotos.
El cuerpo torturado y tirado en un lugar donde muchos pueden verlo. Aunque
parece una espeluznante escena de una película de terror, es una noticia real,
un suceso ocurrido en 2025 en una ciudad colombiana. Tal vez nos hubiésemos preguntado en qué mundo
distópico estamos para que este tipo de cosas sucedan. En todo caso, lo lamentable
está en que, esa escena, es la realidad en la que habitamos, en la que hemos
normalizado los feminicidios, las torturas, los abusos.
Es justo la exposición a esa realidad en la que vivimos, en especial los
latinoamericanos, la que nos hace encontrar en la literatura una forma de
escapar. Tal vez, imaginando un mundo donde la selva sea una entidad
asesina, donde el rojo de las noches —cuando ella tiene hambre de humanos—
pueda ser la forma propicia para que la fantasía de la brutalidad flote
a sus anchas.
El cielo de la selva de Elaine Vilar Madruga es una novela que
representa ese terror: el que se encuentra en una zanja o en un cuerpo roto por
el hambre; el terror de tener que matar a otro para salvarse, el terror con el que
se tropieza una madre al sacrificar a un gato para que su hijo coma; el terror
de la pobreza y lo que hacemos los humanos para sobrevivir… o
simplemente para no sentirnos así. Un mundo aparentemente “distópico” que no es diferente de la realidad.
Elaine Vilar Madruga es una escritora cubana, una mujer de labios rojos y
cabello ondulado, con acento caribeño contagiador. Es una de las representantes
del terror en la literatura latinoamericana. Es una mujer profundamente crítica
que da en el punto de mostrarnos aquello que sabemos que existe y que vemos
todos los días en la cotidianidad, pero que nos negamos a aceptar, tal vez por
un afán de pensar que esas cosas pertenecen a otros.
En la novela existen niños llenos de miedo, acurrucados en una habitación,
deseando y rezando para que no venga por ellos la vieja —ese personaje que recorre
la hacienda como mensajera de la muerte— durante la noche. Ellos crecen y la
muerte, junto a ellos, también lo hace.
Esta “santa”, una mujer envejecida que sufre porque ya no la tocan. Su vida
transcurre contando los días de sangrado y la forma en la que el tiempo ha
pasado por su cuerpo. Ya no es importante, porque ya no puede parir y su Lázaro
ya no lo mira, no la desea, no la acaricia.
Existe una perra que antes fue mujer y que ahora, encerrada, ladra su
propio dolor. Alguna vez fue hija y otra vez fue madre y, al mismo tiempo lo
perdió todo. Una perra a la que le arrebatan lo que tiene y lo que le queda,
incluso la memoria.
La vieja es una madre que llegó un día a un lugar en el que pensaba que
podía morir, pero luego comprendió la dinámica de la hacienda —el cosmos
atmosférico de la novela— e hizo parte de ella.
Ifigenia, una de las crías que la selva no ha tomado y que se alimenta del
miedo de los niños. Se ha convertido en un ser invisible dentro de la hacienda
con un destino diferente al de los otros, aunque marcado por la selva, la
envidia y el rechazo.
Romina, aquella joven que ha usado su cuerpo para vivir, que ha sufrido
hambre y violencia, abstinencia y delirio. Viene de un mundo lleno de “hermanas”
y de un Cangrejo que la molía a golpes. Sus hermanas la siguen y la invitan a
danzar en la selva, en la muerte.
En la novela también existe el hambre de los hijos, los muertos, las rayas
de polvo blanco, la prostitución, los narcos, la sangre, la noche roja, las gallinas,
los jabalíes, las sombras y, por supuesto, la selva: la selva como olvido y
como cielo que lo cubre todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario